Lo que habita en Natalia

 

A veces, las cosas malas simplemente suceden.

Y para Natalia, fue así.

O quizás… algo peor.

Ella no murió. No del todo. Su cuerpo siguió respirando, caminando, deseando. Pero su conciencia, esa chispa humana que alguna vez fue suya, fue consumida lentamente, envuelta como en un abrazo viscoso que no ofrecía consuelo, solo sometimiento. Lo que ahora se movía tras sus ojos no era un simple body hopper, ni un demonio juguetón en busca de un disfraz de carne. No. Lo que habitaba en ella era algo mucho más antiguo. Más vasto. Más hambriento.

Un ente cósmico ancestral, sin nombre que la lengua humana pueda pronunciar sin romperse. Algo que yacía dormido en un rincón lejano del no-tiempo, perturbado por una fuerza aún mayor que él: tal vez la misma que desató el Caos Universal, aquella gran fractura en la realidad que torció las leyes del espacio y del alma.

Natalia fue, simplemente, el primer recipiente en estar... disponible.

Desde entonces, su sombra ya no cae como la de una mujer. Hay un temblor en su silueta, una ondulación sutil en sus movimientos que hace que el aire tiemble alrededor de ella. Su mirada, antes dulce, se convirtió en una grieta oscura que absorbía la voluntad ajena.

Los hombres —y algunas mujeres— la seguían sin comprender por qué, deseosos de tocarla, de obedecerla, de perderse en ella. Pero no sabían que lo que deseaban… no era humano.

Porque el ente no solo residía en Natalia. Era Natalia

Lo sensual era su herramienta. El deseo, su lenguaje. Corrompía con caricias, devastaba con susurros. Lo que empezó como un simple asentamiento dentro de un cuerpo, se convirtió en una campaña de infestación. Natalia recorría los sueños de quienes la miraban demasiado tiempo, dejando fragmentos de su voluntad como larvas pegajosas en la conciencia de sus víctimas.

No se trataba de placer.

Era hambre.

Hambre de algo que ni siquiera la carne podía saciar.

Hambre de entropía. De disolver identidades. De convertir la humanidad en un eco irreconocible.

Y mientras la ciudad dormía, Natalia —o lo que quedaba de ella— sonreía.

La sonrisa era apenas humana.

Los ojos… ya no lo eran.

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