Los Anillos de Kandar - Capítulo III

Capítulo III

La pervertida mente de Fausto se había mezclado perfectamente con la de Jessica. Corrompiendo sus pensamientos, su cuerpo y haciendo suyos sus morbosos deseos e involuntariamente dejando impregnada una parte de sí, en ella.

Sin restricción, sus manos continuaron recorriendo su cuerpo. Sus pechos, su cintura, cada parte de su piel era un descubrimiento que lo llenaba de placer. Cuando sus dedos llegaron nuevamente a su entrepierna, no pudo contener el aliento.

—¡No jodas! Pinche zorrita, ¿cómo aguantas tener algo tan puto rico aquí abajo? No mames, si tuviera mi verga, ya estaría metiéndotela hasta el fondo.

Con las piernas abiertas, comenzó a introducir sus dedos de forma brusca en su vagina, estimulando su clítoris. Cada roce, cada movimiento, enviaba oleadas de placer que recorrían todo su cuerpo. Fausto no podía creer lo sensible que era el cuerpo de Jessica y cómo ella respondía a sus perversos deseos. 

—¡Puta madre! ¡Qué rico se siente la pucha de esta zorrita!

Jessica gemía mientras sus dedos se movían con mayor velocidad, entrando y saliendo de su vagina; con bruscos movimientos apretaba sus pechos. Temblaba entre espasmos de placer; en cada movimiento, gemía involuntariamente. Fausto sentía cómo perdía el control de sí mismo, entregándose por completo al placer de ese cuerpo. 

Gimiendo y babeando, Jessica se masturbaba como jamás lo había hecho; Fausto gozaba controlar a aquella chica, tomando cada gota de placer que pudiese.

Jessica frotaba su clítoris frenéticamente hasta que un estridente gemido seguido de un grito brotó de lo más profundo de sí. Un chorro de fluido salió disparado de su vagina. Violentamente, su cuerpo se sacudió, su rostro se enrojeció y sus ojos quedaron en blanco.

Ese había sido el mejor y más intenso orgasmo que Jessica y Fausto habían tenido en toda su vida, sellando así la conexión entre ambos.

Con una sonrisa de satisfacción, su cuerpo desnudo se desplomó sobre las sábanas empapadas de sudor y otros fluidos. Sus párpados se cerraron lentamente mientras el placer se desvanecía en un profundo sueño.

—Cabrón, levántate. Te dormiste todo el pinche turno. La voz de Marcos bruscamente lo devolvía a la conciencia.

Fausto abrió los ojos de golpe; la luz del sol entraba por la ventana. Su cuerpo estaba rígido, y su entorno era diferente. Miró sus manos y sintió un alivio inesperado al ver que eran las suyas, las de siempre: grandes, toscas y arrugadas. Se sentó rápidamente y vio su reflejo en el monitor de vigilancia.

Ahí estaba él, con su rostro habitual. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, pero los recuerdos de la noche anterior seguían frescos en su mente. Su respiración se aceleró al revivir cada instante, cada sensación.

—¿Qué mierda fue eso?

Fausto se dijo a sí mismo, pasando las manos por su rostro, tratando de procesar lo que acababa de experimentar.

Fue entonces cuando algo llamó su atención. Miró su mano izquierda y notó un anillo brillante, uno que no era suyo, pero que reconoció al instante. Era el mismo anillo que había visto en el dedo de aquella mujer, esa noche, mientras exploraba el cuerpo que ahora sabía que era el suyo.

—No mames… —Susurró, con los ojos bien abiertos.

El anillo brillaba con un aura inquietante, como si guardara un secreto que aún no terminaba de revelar.

—Entonces no fue un sueño… 

Fausto murmuró, mirando el anillo con una mezcla de fascinación y terror.

Los recuerdos de la noche, del placer que había experimentado, regresaron con más fuerza. Aunque estaba de vuelta en su cuerpo, podía recordar cada caricia y cada gemido como si aún estuviera atrapado en el cuerpo de Jessica.

—¿Qué chingados es esta madre? —preguntó en voz alta, mientras daba vueltas al anillo con sus dedos. Pero algo dentro de él, una sensación que no podía ignorar, le decía que el anillo no era cualquier joya.

Miró su reflejo en el monitor y, por un instante, casi pudo jurar que vio el rostro de Jessica sonriendo en lugar del suyo. Se frotó los ojos y volvió a mirar, pero ahí estaba él, solo él. 

Sin embargo, sabía que algo había cambiado, algo que no podía deshacer.

Fausto dejó escapar una risa nerviosa.

—Pinche anillo… No sé qué madre hiciste, pero… qué noche me diste, cabrón.

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